Apatridad y humanismo [1949]
(Homo curans heideggeriano y homo oeconomicus)
El hombre es un peregrino que se busca a sí mismo, urgido siempre por centrarse en su humanidad, es decir sólo allí donde la llama hogareña de su ser puede arder luminosa y sosegada. Pero este hogar de su humanidad no está en el pasado, en el punto de arranque de una tradición, de la cual él se hubiera apartado, sino en sentido nietzscheano, en lo humano por venir, meta que, para el anhelo visionario, se cierne allende todas las posiciones ya alcanzadas y hasta sobrepasadas. A este hogar, todavía remoto, de su humanidad sólo puede encaminarse y acceder ahondando el surco de la historia in fieri.
Lo dramático de la empresa y de la situación misma del hombre radican en que él no puede desandar el camino ya hecho, retrotraer la marcha a su punto de partida. La apatridad del hombre moderno se origina en la enajenación de sí mismo, en que ha venido a rematar y a través de la cual ambula como exilado. Esta enajenación es un fenómeno que ha sido visto y explicitado filosóficamente por Hegel, y después exhibido, en todas sus consecuencias económicas y sociales, por Marx.
Según Heidegger, la apatridad es un destino universal, que requiere ser pensado en su dimensión histórico-ontológica. “Lo que Marx, en un sentido esencial y significativo, partiendo de Hegel, ha reconocido como la enajenación del hombre, enraíza en la apatridad del hombre moderno”1. Esta apatridad ha cuajado en la forma de la metafísica, en virtud del sino histórico que ha corrido el ser, en sus diversas conceptualizaciones dentro de la tradición especulativa occidental; aún más, el fenómeno de la apatridad ha sido producido y consolidado por la metafísica misma, pero, a la vez, disimulado por ésta en su carácter de enajenación. Reconoce Heidegger que “porque Marx, teniendo conciencia de la enajenación, se adentra en una esencial dimensión de la historia, la concepción marxista de la historia es superior a todas las restantes concepciones historiográficas”2.
¿En qué consiste, y cómo ha operado la enajenación, para Marx? El hombre se ha enajenado de sí mismo en su pertenencia a una serie de organizaciones, tales como el Estado, las Iglesias o Confesiones, las sociedades profesionales, las que tienen sentido sólo en oposición a la persona privada en el hombre, a apreciable distancia de ésta y sus inmediatos intereses, esencialmente humanos. Tienen, para él, cuando lo tienen, sólo un sentido de previsión tutelar, de ayuda en lo material y utilitario, y en lo sedicente moral y espiritual, pero esto es ya una consecuencia de aquella auto-enajenación del hombre. Este vive desperdigado en las diferentes formas de enajenación, en la propiedad capitalista, en los productos de la industria, que él elabora, fabrica, cayendo en el fetichismo de la mercancía, en los valores objetivos, decantados por el pensamiento, en las exteriorizaciones del culto y del rito, etc.
La auto-enajenación del hombre, lisa y llana, como fenómeno global y unitario, no es, para Marx, en definitiva, más que una necesaria consecuencia de su sistemática enajenación en sus productos, los que, no obstante haberlos él creado, no le pertenecen, en la medida en que correlativamente no son su propiedad, sino que, por el contrario, tales productos ejercen un poder sobre él, condensado y sistematizado en el poder de la economía capitalista que lo encadena y esclaviza, deshumanizándolo.
En Ideología Alemana (“La Historia”), de Marx y Engels, leemos: “Con su trabajo, hecho no por gusto, sino por obligación, va creando un ente extraño a sí, que evoluciona independientemente de su voluntad; que tiene su historia, cuyos orígenes y destino futuro él ignora absolutamente. Poderoso ente que frustra sus esperanzas, reduce a la nada sus cálculos y acaba por encarrilar su voluntad por derroteros fijos. La formación de semejante poder objetivo —extraño al hombre y sus afanes— es uno de los factores fundamentales de la evolución social”.
El hombre, rescatándose de esta múltiple enajenación, debe retornar a sí mismo, a su humanidad. El humanismo marxista en tanto es un humanismo real o concreto, asigna al hombre, como hombre natural, una posición central en el proceso social. Lo concibe en su realidad como ente histórico, que vive en sociedad y está temporal y espacialmente condicionado por las relaciones económicas, relaciones que él debe señorear si ha de impedir que estas conspiren contra su humanidad, mediatizándola. El retorno del hombre a sí mismo, desde su enajenación, sólo puede efectuarse mediante ciertas condiciones prácticas, vale decir por una praxis capaz de considerar al hombre y sus circunstancias sociales y económicas radicalmente. Y así nos enfrentamos al problema del significado y alcance de teoría y praxis, cuyo planteamiento y solución supone subvertir la relación en que ambas han sido concebidas por la filosofía tradicional y sobre todo por las direcciones idealistas del pensamiento moderno. Estas habían acentuado la escisión de teoría y praxis, erigiendo, además, en sujeto a un ego abstracto y pensante, vaciado de la sustancia del hombre concreto y existente.
Heidegger, atento a integrar en su unidad primaria la relación de teoría y praxis, va a subrayar el momento de ésta en el comportamiento global del hombre. Para él, el ente humano infiere el sentido del mundo, en el que él ya se encuentra, mediante una relación inmediata con éste, contacto que se verifica por un hacer y obrar, los que preceden a todo conocimiento teorético, haciéndolo posible. El ámbito de las cosas, de los objetos, sólo adquiere sentido en virtud del trato o comercio del ente humano con ellos. La esencia de las cosas reside en su utilización por parte del Dasein; el hombre hace al mundo, a su mundo, materia de vivencia únicamente en el obrar. La praxis determina a la teoría, y no a la inversa, como pensaba toda la filosofía anterior. De donde, el hombre existe primeramente como teorético de la práctica, de una praxis transformadora del mundo circundante, a objeto de ponerlo al servicio de necesidades humanas; la visión contemplativa se deriva del comportamiento práctico, el que resulta de la teoría práctica.
En consecuencia, el ámbito de las cosas amanuales (Zuhandene) es inferido, descubierto por la actividad manual del hombre, modus operandi inspirado y movilizado por exigencias teleológico-pragmáticas. Sólo desde la manualidad del utensilio, del manejo de éste en vista a la satisfacción de necesidades prácticas puede el mundo, como ámbito circundante inmediato, y en tanto sustrato de preocupaciones humanas finalistas, ser conocido, ya que él es el conjunto de resistencias que se ofrecen al hombre, resistencias a su impulso de artesanía y al manipuleo de utensilios.
Si hemos de aprehenderlas y valorarlas en su sentido de primarias posibilidades del ente humano, tenemos que reconducir, con Heidegger, theoria y praxis a su estructura o raíz unitaria, que no es otra que el cuidado o preocupación solícita (Sorge) que embarga al Dasein por el hecho de estar en el mundo. “Theoria y praxis son posibilidades ontológicas de un ente cuyo ser tiene que ser determinado como preocupación solícita”3. En última instancia, teoría y práctica son comportamientos primarios que se implican recíprocamente, pero cobrando primacía la praxis.
En el lenguaje corriente, y hasta en el filosófico popular, se designa como teoría en oposición a práctica, un conjunto sistemático de conocimientos ajenos a la conducta práctica, vale decir que no poseen ningún valor positivo para los fines —que se supone exclusivamente utilitarios— de la vida cotidiana. Inversamente, se define la práctica (la acción en oposición al pensamiento) como un conjunto o acervo de “conocimientos” que son positivamente valiosos para estos fines, que son gérmenes y hasta escorzos de acciones al servicio de la vida y sus necesidades. Así se ha establecido una diferencia irreductible entre conocimientos teóricos y conocimientos prácticos. Y a esta diferencia siempre la ha acompañado, atendiendo al fruto, al resultado, una valoración distinta de teoría y práctica, ciencia y vida; valoración que ha cristalizado hasta en la poesía de más alcurnia. Así Byron, para quien el conocimiento nos lleva al dolor y enfrenta a una “verdad fatal”:
El árbol de la ciencia
no es el de la vida.
Y Goethe:
Gris, caro amigo, es toda, teoría
y verde el árbol áureo de la vida.
La sabiduría popular ha compendiado su valoración de teoría y práctica en la conocida sentencia: “Obras son amores y no buenas razones”, quedando así asentada, con el divorcio entrambas, y siempre en atención al resultado, una sobrestimación de la práctica respecto a la teoría. No deja, sin duda, de haber una apreciación filosófica, en el citado adagio popular, ya que el lenguaje, según el gran aforista Lichtenberg, no es más que filosofía condensada. Y cabe, consecuentemente, acudir a la filosofía como a una explicitación y sistematización de los contenidos intuitivos e ideas, decantados, como experiencia de la vida, por la sabiduría popular, ínsita en el lenguaje. Pero también, en ocasiones, esta sabiduría puede ser una seudo sabiduría, es decir, estar en el error.
Si, de acuerdo a lo precedente, tenemos en cuenta la función que asume la praxis en el total comportamiento humano, nos será fácil reconocer la razón que asiste al pragmatismo, al sostener que la relación primaria del hombre con el mundo no es absolutamente, como lo pretenden los filósofos idealistas, centrados en un ego abstracto y acósmico, una relación teorética, sino una de índole práctica; y que todo concepto natural del mundo se orienta en iniciales motivos prácticos. Está, sin duda, en lo cierto el pensamiento pragmatista cuando concibe como primum movens un impulso y una voluntad que tienden al dominio de la naturaleza, a encadenar a ésta a fines humanos. En este sentido, como lo quiere el pragmatismo, el hombre, en su comportamiento, es primariamente homo faber antes que homo rationalis; aunque es erróneo creer, con dicha tendencia, que el primero desplaza o anula totalmente al segundo.
Asimismo, la expuesta prelación de la praxis respecto a la theoria viene al encuentro, en este aspecto, de la posición de Marx, que también otorga prioridad a la praxis, concebida por él como una “acción radical”. En la Crítica de la filosofía hegeliana del Derecho, nos dice que “ser radical es asir las cosas en la raíz; pero la raíz, para el hombre, es el hombre mismo”. De modo que una “acción radical” es una acción que asciende desde la raíz misma, aun no bifurcada en teoría y práctica, del ente humano y que está condicionada por la situación en que éste se encuentra frente a las cosas de su mundo circundante y a su propio ámbito histórico. En una de sus Tesis sobre Feuerbach (XI), Marx afirma: “Hasta ahora, los filósofos no han hecho más que interpretar al mundo de diversas maneras, pero de lo que se trata es de transformarlo”. La acción radical no sólo transforma las circunstancias, la situación en la cual el hombre se encuentra, sino que modifica la raíz misma de que se nutren esas circunstancias, raíz humana en función de la cual ellas tienen un sentido pragmático existencial.
De aquí que Marx prevea el advenimiento de circunstancias que impliquen la posibilidad histórica para la realización del hombre total, del hombre humano, vale decir, para un retorno del hombre a sí mismo. En un suelo histórico removido por la acción radical, la raíz, que es el hombre mismo, se transforma históricamente.
Este es el supuesto del humanismo real o concreto de Marx. En otra de las Tesis (II), nos dice que “la cuestión de saber si el pensamiento humano puede llegar a una verdad objetiva no es mi problema teórico, sino práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la objetividad y verdad de su pensamiento”. Aquí “objetividad” no significa, para Marx, lo que Kant define como tal, o sea las condiciones categoriales que hacen posible el conocimiento del objeto, sino que objetividad, en Marx, se refiere a las cosas mismas, a su manejo por la práctica humana.
Con esta valoración inicial de la práctica por Marx, coincide el postulado pragmatista, y también el sentido que asume la praxis en la posición ontológico-existencial heideggeriana. Vale decir, que con el homo oeconomicus de Marx coincide el homo faber, del pragmatismo, y, parcialmente, el homo curans (el hombre del cuidado, de la preocupación solícita) de Heidegger.
El humanismo preconizado por Heidegger encuentra su centro de irradiación en el homo curans, tras de haber sido refractado por el ser en dirección a la esencia del hombre. El hombre sólo es hombre, es decir, homo humanus en tanto, existe, o sea es el ec-sistente. Únicamente pensamos y concebimos la humanitas del homo humanus en la medida en que pensamos la verdad del ser, para existir en su vecindad.
Una fase de la historia del ser es la enajenación del hombre en la técnica, como forma de alétheia o desocultación del ente, de todas las cosas de la naturaleza accesibles al dominio científico-práctico del hombre sobre ésta. Es la fase metafísica, de una metafísica que queriendo sobrepasar el ente, para llegar a un ente suprasensible, se enajena y dispersa en los entes; una metafísica que hace de la trascendencia del ser un mero predicado de un objeto suprasensible y que imagina rematar en lo trascendente con la aprehensión del ser como cosa. Pero esta manera de desocultación del ente oculta el ser, y con esta ocultación se aleja el hombre de su ec-sistencia, de su propio ser, hogar de su humanidad.
El pensar del homo humanus, como pensar del ser, no es ni teorético, ni práctico. Él adviene antes de esta bifurcación del comportamiento humano. No es un pensar que tenga un efecto, que remate en un rendimiento útil. Para su esencia es suficiente con que él sea, y siendo cumple con su misión que es únicamente mantener viva su sustancia tradicional, dejando que el ser advenga, y enunciarlo, decirlo, acogerlo y darle cuño en el lenguaje. El pensar, así concebido, en su primariedad ontológica, permite al hombre la centración en su esencia humana. Pero, para llegar a esta situación, para encontrar el centro de su humanidad, la praxis, que él con preocupación solícita ejercita, debe ayudarlo a retomarse, a retornar de su enajenación y, con esto, a superar su apatridad.
Este esfuerzo suyo tiene por campo de acción su más próximo mundo circundante, donde tanto el homo oeconomicus como el homo curans emergen históricamente en medio de sus circunstancias. Estas sólo pueden transformarse merced a la praxis humana, a la acción radical que reconduzca al hombre, peregrino extraviado y nostálgico de su verdadera patria, al hogar de su humanidad, es decir, allí donde el renovado orto del ser estremece su arcilla, humus modelado por el cuidado, y, en los más impacientes, y en los poetas, enciende la visión que omina la llegada de Dioses.
A todos los hombres no les es dable, sin duda, advenir a la existencia por el pensar del ser, saberse en la vecindad de éste, porque, como ya lo dijo Platón, “la multitud no será jamás filósofo”. Pero la mayoría, por un instinto adivinatorio, sospecha y se orienta certeramente hacia el rumbo en que el hombre viene librando el combate milenario por su ser, por devenir humano.
Los hombres, en general, pueden, pues, encaminarse a su humanidad, rescatándose evolutiva o revolucionariamente de la enajenación y, por vía emocional quizá, acceder a la existencia y a la insospechada presencia del ser. La llamada humanización del hombre no es más que la posibilidad, que en éste efectivamente está, de realizarse como homo humanus, de empinarse desde la animalitas hasta la humanitas. A esta tarea fundamental, pauta de su destino telúrico, lo incita el arcano del ser, cuyas saetas lo dilaceran y mantienen en la estremecida vigilia del ec-sistir.
1 “Brief über den «Humanismus»”, en Platons Lehre von der Wahrheit, Bern, 1947, p. 87.
2 Ibíd., p. 87.
3 Sein und Zeit, p. 193.
Cómo citar: Carlos Astrada, “Apatridad y humanismo”. Publicado originalmente en Ser, humanismo, “existencialismo” (Una aproximación a Heidegger), Buenos Aires, Ediciones Kairós, 1949. Disponible en: https://carlosastrada.org/
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