Las dos Américas [1959]

En su “Introducción” a sus Vorlesungen über Philosophie der Geschichte, Hegel afirma que “América, en las épocas venideras, ha de revelar su importancia histórico-universal acaso en la lucha entre Norte y Suramérica”. La razón para esta pugna la va a encontrar en las marcadas notas diferenciales que separan a ambas.

Hegel nos dice que América es una parte del mundo no sólo relativamente nueva, sino que, en consideración a su particularidad física y espiritual, lo es en sentido general.

En efecto, nuestro continente, en ambos aspectos, fue para las migraciones europeas que en él se asentaron, una tierra virgen con todo el alucinante prestigio de ofrecerse como una promesa cierta al esfuerzo humano y a sus más osadas empresas. Tierra virgen, ámbito inédito, después que las razas aborígenes fueron sojuzgadas y en gran parte exterminadas por los conquistadores y colonizadores. Las culturas autóctonas que en el suelo de América florecieron tenían, según Hegel, que sucumbir conforme se acercó a ésta —muy materialmente encarnado, por cierto— el Espíritu, el supuesto personaje protagónico de la gran peripecia planetaria que es la Historia Universal.

La próxima etapa del proceso histórico universal tendrá, en la predicción hegeliana, por escenario a América, el extremo occidente de Europa, ámbito en que se jugará el destino de una forma de civilización y de cultura, en el sentido de su expansión colonizadora victoriosa, o de su perecimiento por la interferencia de otra forma de civilización y de convivencia anímica y la atmósfera adecuadas a su maduración y apogeo. Siguiendo la marcha asignada por Hegel a la civilización en la dirección de Oriente a Occidente, está dentro de la lógica de su esquema que la civilización occidental capitalista venga a morir en suelo americano. Es una posibilidad que tiende, por virtualidad dialéctica inmanente, a hacerse efectiva, en la perspectiva de los acontecimientos. Pero, ¿acaso Hegel no se habrá olvidado de Asia y de la parte principalísima que le iba a corresponder en este proceso ecuménico?

Siempre las corrientes migratorias, imantadas por un anhelo de paz, trabajo y prosperidad, se han orientado hacia lo nuevo en materia de posibilidades de vida. Así, pues, como la novedad de ingentes posibilidades, América, con sus grandes espacios libres, se transformó en meta, en Eldorado de grupos humanos que, deseosos de sortear tribulaciones en sus países de origen, aproaron a ella su esperanza y su vida. Además, el solo incentivo de lo nuevo que ella prometía era bastante para encender el afán de aventura en el alma del europeo, tan propensa e inclinada, de suyo, a vibrar en las tensiones de las iniciativas vitales, en la busca de nuevos rumbos para la productividad del esfuerzo. En este sentido, certeramente afirma Hegel: “América es la tierra del anhelo para todos aquellos que se aburren del arsenal histórico de la vieja Europa. A Napoleón se le atribuye haber dicho: «Cette vieille Europe m’ennuie»”.

Pero hay dos Américas, la del sur y la del norte. Hegel traza una característica de ambas, acentuando los contrastes, las resaltantes diferencias, originados en diferentes concepciones de la vida, en dispares temperamentos, en distintas posiciones frente a lo humano y los fines últimos. Veamos sucintamente cómo define Hegel los rasgos diferenciales, los violentos contrastes entre las dos Américas.

Antes de señalarlos, comprueba un hecho histórico y explica, como resultado de concienzudo cotejo, la existencia de esas oposiciones entre ambas partes de nuestro Continente: “con excepción de Brasil (que era monarquía en la época que Hegel escribía) han surgido, en general, en Suramérica, repúblicas, como en Norteamérica. Si comparamos, pues, Suramérica —contando también a México—, con Norteamérica, percibiremos un asombroso contraste”. Las diferencias entre ellas se nos muestran en dos direcciones opuestas, una concerniente a lo político, la otra a la religión. “Suramérica —escribe Hegel—, donde los españoles se establecieron y afirmaron la dominación, es católica; Norteamérica, si bien, en general, es un país de sectas, no obstante, conforme a los rasgos fundamentales, es protestante. Otra diferencia radica en que Suramérica fue conquistada, pero Norteamérica colonizada. Los españoles se apoderaron de Suramérica para dominar y enriquecerse por medio de cargos y extorsiones”.

Es de hacer notar que, con el correr del tiempo, en Norteamérica, las sectas, en la diversificación más heterogénea que cabe imaginar, han proliferado en detrimento de la unidad de religión, hasta el extremo que hoy pululan en gran número, fundándose en subrogados del sentimiento religioso y en supersticiones, pero persiguiendo casi todas apenas ocultos fines crematísticos. (En este aspecto fundamental, todas las sectas protestantes de procedencia cuáquera, puritana, etc., se diferencian por el sistema de contabilidad respecto a la Iglesia católica, y, además, en que en ésta prima la más rigurosa centralización en la adquisición de bienes y manejos crematísticos, por parte de la jerarquía eclesiástica). Ya Hegel señalaba, con todo acierto, la pululación de sectas como resultado del imperio del arbitrio individual en materia religiosa (explotable y sucedáneos ídem), y lo hacía refiriéndose el fenómeno a la religión protestante. Si por un lado la Iglesia protestante inspira la recíproca confianza moral entre los individuos, la que induce a éstos a proceder honestamente en sus relaciones de convivencia, incluso las comerciales, por otra parte ella, porque precisamente hace valer el momento del sentimiento, favorece el deslizarse a lo discrecional de la índole más diversa. Desde este punto de vista se dice y se sostiene, invocando la legitimidad del mismo, que cada individuo puede tener, así como su propio business, su propia religión. “De ahí —nos dice Hegel— la disgregación en tantas sectas, la que aumenta hasta el extremo de la locura, y de las cuales muchas tienen un servicio divino que se manifiesta en sortilegios y, a veces, en las más sensuales licencias”. En cambio, en Suramérica prima o, para ser exactos, ha primado la unidad de religión, representada por la Iglesia católica, que, con su habitual intolerancia —funesta herencia española—, impuso el dogma a “cristazos”, apelando, además, a todos los medios de coerción, de inquisición, moral para la mayor gloria de sus cuantiosos intereses. La unidad del dogma se resolvió, en todo momento, en la unidad de su economía floreciente y hasta en incrementación continua. No obstante, su hegemonía política y religiosa viene averiándose cada vez más. Los pueblos avisados ya le están volviendo la espalda.

Hegel acentúa que en función de la actividad orientada hacia la agricultura y la colonización, de los grupos humanos que se asentaron en Norteamérica, surge aquí el Estado como algo externo para protección de la propiedad. Con este hecho está indicado “el carácter fundamental, consistente en la tendencia del hombre privado a la adquisición y la ganancia, en la preponderancia del interés particular, el que se vuelve al interés general sólo en vista del propio disfrute. Tienen lugar, sin duda, circunstancias legales, una ley jurídica formal, pero esta legalidad carece de honestidad, y así tenemos, pues, que los comerciantes gozan de la mala fama de engañar protegidos por el derecho”.

Es atendiendo a las acusadas oposiciones, a los violentos contrastes que separan a las dos Américas, las que, como una consecuencia de su originaria y radical diversificación, han tomado rumbos históricos y sociales divergentes, que el filósofo de las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia se aventuró, esforzándose por ver la línea del futuro desenvolvimiento histórico-universal, a profetizar la lucha entre ambas Américas. Ciertamente, aunque Hegel no ha acertado en lo que respecta al alcance de esta lucha y en qué carácter Latinoamérica entraría en la liza, los elementos, en lo que a ambas Américas atañe, para tal pugna están ya dados, vienen desde el pasado conformados por dos concepciones opuestas de la vida y del destino humano. Algunas mentes avizoras de Latinoamérica, imbuidas de inoperante quijotismo y contaminadas, sin saberlo, del todavía más inoperante Espíritu hegeliano, han presentido la contienda, incluso un vate ilustre ha ominado “el paso de acero” del futuro invasor. Mas ellos no han barruntado la trascendencia universal de esta lucha, ni los medios que requerirá, ni el plano en que ella tendrá lugar.

Los contrastes polares entre Norte y Suramérica serán, sin duda, pábulo de la lucha, pero no el motivo determinante de la misma. Latinoamérica está alineada en el frente mucho más amplio, económico y social, de la lucha entre dos mundos, entre dos formas dialécticamente antagónicas de convivencia humana y de organización social. No por esto cabe negar importancia al primer factor, que tiene su gravitación en la circunstancia agonal, puesto que él consiste en la antinomia de dos formas irreductibles de vida: una que apunta al hombre integrado en la comunidad como fin, a cuyo servicio debe estar la técnica y todos los valores instrumentales; y otra que lo mediatiza y transforma en un parásito del maquinismo industrial, escindiéndolo y desgarrándolo, además, con las discriminaciones raciales. En la otra América se ha hecho de simples medios, fines, y hasta de los valores consecutivos, inclusive el oro, se ha hecho, en detrimento de lo humano, fines últimos, supremos. Así, la técnica y la progresiva tecnización de la vida se transforman en fin, y surge la “religión de la técnica” en la medida en que se ha reducido la dimensión del hombre hasta queda éste aprisionado en el limitado esquema del homo faber, del homo instrumentificum de Franklin, se han hipertrofiado las posibilidades utilitarias de este último hasta la deshumanización. La postulación de ideales, de principios, el enunciado de concepciones morales y humanistas, son buenos como medios, en cuanto ayudan a colmar el cuerno de la abundancia para unos pocos, para la minoría dominante, articulada en los trusts. De ahí las ideas típicas de esta mentalidad: la “tecnocracia”, elevada a directiva ética, el “trust de los cerebros”, especie de Robot que ha monopolizado la energía intelectual necesaria para la solución de todos los problemas; y las consecuencias, en un plano humano previamente tabulado, de tales premisas ultra pragmáticas: “human relations”, human engineering” y el último invento del Robot electrónico, el “capitalismo del pueblo”, es decir, un hierro de madera, expresión que empleaba Hegel para denotar un non-sens absoluto.

Frente a la del Norte, Latinoamérica, que ha colocado la espontaneidad vital y lo humano por encima de la tecnización que mediatiza al hombre, se presenta, debido a sus circunstancias actuales, en apariencia, inerme. Pero no ha renunciado a la técnica y a sus instrumentaciones, como desean y todavía preconizan los quijotistas románticos del Espíritu, conformistas del vasallaje. La concibe y la acepta, dispuesta a ejercitarse en su instrumentación, como un medio para liberarse económica y socialmente y superar su triste etapa semicolonialista. Y sabe que no está sola en su empresa, sino que, salvando distancias, lucha al lado de muchos pueblos de otras constelaciones continentales, que también insurgen a su propio destino. Ella es un sector comunicante de un frente antiimperialista y anticolonialista mundial, el que, a pesar de las particularidades étnicas, culturales y geográficas de los combatientes, es uno e indivisible, formando una sola línea de embestida.



Cómo citar: Carlos Astrada, “La dos Américas”. Publicado originalmente en Por. Revista de Cultura, n°2, enero-febrero de 1959. Disponible en: https://carlosastrada.org/

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